miércoles, 31 de octubre de 2007

El cerebro optimista




Es difícil ser optimista cuan-do uno se siente mal y su visión del mundo simplemente es la que es. Estudios recientes revelan que no se trata de una cuestión de actitud; el optimismo está determinado por áreas cerebrales específicas cuya regulación va mucho más allá del deseo de ver la vida color de rosa.

La revista Nature publica un artículo de la Universidad de Nueva York que determina que el cerebro de un optimista es diferente al de un pesimista o alguien deprimido. La primera observación que se hace en este artículo es que los seres humanos, como especie, somos optimistas. La gente tiende a pensar que vivirá más tiempo, será más sana y tendrá más éxito de lo que las estadísticas indican.

Asimismo, es muy difícil que alguien se imagine que le suceden cosas malas, ya que por lo general la gente convierte eventos neutrales, como cortarse el pelo, en eventos positivos, como verse muy bien después del corte de pelo. Esta es una característica de todo el mundo, con excepción de personas con alguna alteración, como la depresión.

Ante la inherente resistencia humana a imaginar desgracias, los investigadores recurrieron a pruebas sicológicas para evaluar los distintos grados de optimismo entre los voluntarios. Posteriormente les realizaron una resonancia magnética funcional e imaginaban cosas positivas o negativas para observar la forma de funcionar del cerebro en ese momento. Los resultados sorprendieron a los investigadores.

El cerebro de las personas optimistas funciona de manera diferente al de aquellas cuya visión del mundo es más gris. Son dos las áreas involucradas: la corteza cingular anterior, donde se llevan a cabo las decisiones, y la amígdala, una zona clásicamente reconocida por ser la mediadora de emociones. Cuanto mayor era el grado de optimismo, mayor la actividad en ambas zonas.

Al mismo tiempo estudiaron a personas deprimidas quienes, por su enfermedad, son incapaces de tener pensamientos positivos sobre su entorno o su futuro. En ellos, la actividad de estas áreas era muy baja, apoyando la noción de que, efectivamente, se trata de zonas que son importantes al darle color a la vida.

Estas zonas, sin embargo, están influenciadas por varios factores que finalmente repercuten en la manera en la que se ve el mundo. Un artículo publicado recientemente en la revista Current Biology demostró cómo la privación de sueño causa un incremento muy importante en la actividad de la amígdala. De hecho, una de las formas en las que mejoran los síntomas de la depresión es durmiendo menos, ya que aumenta la actividad en la amígdala, lo que hace que la persona sea más optimista y por lo tanto mejore su visión del mundo.

Sin embargo, una privación excesiva de sueño puede tener efectos no deseados, como demuestra el mismo artículo. Voluntarios a los que se les impidió dormir durante 35 horas demostraron tener una mayor actividad en la amígdala, que se correlacionaba con una mayor sensibilidad ante estímulos tristes y de enojo. Esto hacía que los voluntarios reaccionaran con mucha mayor intensidad ante situaciones adversas siendo incapaces de controlar racionalmente sus impulsos.

Pero, ¿qué dice la ciencia sobre el optimismo? ¿Realmente existe alguna ventaja en tratar de ver las cosas buenas de la vida? Aparentemente sí. Un estudio publicado en la revista Cognition and Emotion en 2006 investigó qué tan efectiva es la noción de “es mejor esperar lo peor”, así, en caso de que las cosas no salgan bien la persona ya está preparada para manejar el fracaso. Sin embargo, esta actitud derrotista probó ser inefectiva. Aquellas personas que siempre esperaban malos resultados se sentían mucho peor cuando fracasaban que aquellas que esperaban buenos resultados. Esto demuestra que los pesimistas sufren antes del evento, durante el mismo y después. ¿Qué ventaja hay entonces en esta actitud?

En algunos casos existe el “pesimismo defensivo”, en el que la persona al esperar lo peor hace algo para compensarlo. Por ejemplo, si espera malos resultados en un examen, estudia más tratando de evitar sus fatídicas profecías.

El optimismo también influye en el efecto placebo. Esperar una recompensa ayuda a que la recompensa llegue o, por lo menos, a que el cerebro perciba que llegó. Este trabajo, publicado este año en la revista Neuron, demuestra que aquellas personas que esperan con mayor intensidad algo bueno son más susceptibles al efecto placebo, esto es, a creer que existe un efecto positivo de una intervención que en realidad no hace nada. Aunque el efecto placebo puede ser la pesadilla de varios científicos y médicos haciendo estudios, para los pacientes puede resultar verdaderamente placentero creer que su dolor disminuye o su enfermedad mejora.

Así, la ciencia parece decirnos que todos, queramos o no, somos optimistas. El grado de optimismo que tenemos depende de muchos factores cuya influencia determinarán el color con el que vemos la vida. A lo mejor ya no será “el cristal con que se mira” la forma de hablar del optimismo, sino “el cerebro con que se procesa” lo que determinará, finalmente, nuestra manera de ver el mundo.


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