martes, 25 de diciembre de 2007

“Extraño a mi viejo; ya festejaremos en el cielo”

Aquella mañana de mayo, ella, Paulina Ramón se despertó temprano. Le extrañó que Juan Rojas, su marido, siguiera dormido. Decidió dejarlo acostado en la cama, en realidad cartones sobrepuestos, pues, pensó, él estaba cansado. Además, en los últimos días no se había sentido bien.

La anciana salió de su casa, si así se le podía llamar a ese breve espacio de muros y techos de plástico en la calle Balderas, muy cerca de avenida Juárez. Como lo acostumbraba, barrió la banqueta, recogió la basura y la puso en un bote. Cuando retornó al lado de su esposo, se percató de que no se había movido. Le habló primero en voz baja, luego más fuerte. Lo agitó. Imposible. Él ya se había marchado.

“Pues sí, se me murió mi viejo. Yo no sé si de enfermedad, o de eso, de viejo que estaba como yo, o que de plano se cansó o se aburrió y prefirió largarse al cielo”, dice.

Paulina Ramón se ha quedado sola. Fueron muchos años los que vivió con Juan Rojas. Él había nacido en 1913, ella no sabe cuándo. Nunca tuvo papeles. Un amor que cobró vida en 1939 en Santa Rosa, municipio de El Oro, en el estado de México.

Era una muchacha bonita. Morena y de ojos verdes, menuda. Tenía muchos pretendientes. Él era minero. Todos los días se metía a las entrañas de la tierra, más de 200 metros.

“Además de prieto, y de que llevaba la cara renegrida, aquel, ya de por sí estaba feo. Pero supo tratarme bonito, supo engañarme, así me conquistó”, recuerda al tiempo que ofrece una mandarina de las que intenta vender.

El Oro. La cosecha era buena. Haba, frijol, maíz. Pero algo pasó, dejó de llover. Y dejaron de producir. En 1950, Paulina y Juan se vinieron a la ciudad de México. No conocían a nadie. Alquilaron un cuartito por el rumbo de San Lázaro y pusieron un puesto de frutas.

Nacieron los hijos. Crecieron. Uno se casó y se llevó a vivir a su esposa con sus padres. Se apropió del terreno que ellos habían comprado, los corrió.

“Pero yo lo sigo diciendo, nunca le guardamos rencor. Lo perdoné. Es un cabrón pero es mi hijo. Y le pido a Dios que sus hijos no le hagan lo mismo”, dice.

Una larga historia. Ella y él consiguieron en renta otro pequeño cuarto en una casa que a los pocos meses se derrumbó de lo vieja que estaba. Y llegaron a la plaza de la Solidaridad. Ahí instalaron otro puesto. Y una noche se quedaron a dormir entre los plásticos y cartones. Y siguió otra, y otra. Ahí permanecieron. Ese era su hogar. Eran vecinos de una de las obras magnas de Diego Rivera: Sueño de una tarde dominical en la Alameda. Y tenían a sus amigos, la gente que todos los días va a jugar ajedrez.

Y por ahí pasaba la mujer que por las noches alquilaba su cuerpo. En una Navidad les regaló un pollo rostizado.

Ella, él, su historia. Y ahí continuaron. Juntos. Ahí pasaron más noches. Ahí compartieron sus recuerdos de esas tierras que alguna vez fueron pródigas. Hasta que una mañana de mayo ella despertó pero él ya no.

“Poco después me corrieron. Y ya no hubo quien me defendiera. Ahora ya estoy por Neza. Ahí me prestaron un pedacito de aire y de piso, y yo le puse mis plásticos” dice Paulina.

Y la noche de este lunes será la primera en mucho tiempo en la que no esté con él. No sabe si tendrá cena. No le importa. “Sí, extraño a mi viejo. Me va a hacer mucha falta. Quien quita y una mañana me quede dormida para siempre. Y entonces sí, para el año que entra hacemos la Navidad juntos en un cuartito allá en el cielo”.

martes, 11 de diciembre de 2007

La promesa - Rosarrio Ibarra




Muy temprano en la mañana del día 8, sentada en mi modesta sala, rodeada por la semipenumbra del amanecer, pensaba en mi madre. Era el día de su santo y no pude viajar a Monterrey a dejar unas flores sobre su tumba, como en otros años lo he hecho, porque múltiples tareas me lo impidieron... Una enorme tristeza se aposentó en mi mente, me resigné a quedarme y fui repasando una a una las quejas de amargura infinita que había recibido durante la semana y que, como parte de mi trabajo, estaba obligada a atender.

Una vez terminada la lectura de aquellas acerbas misivas, cuando los rayos tempraneros del sol dibujaban arabescos en la alfombra, alcé la vista para recorrer las fotografías que enriquecen las paredes de mi casa: mis padres, mis hijos y mis nietos, mis abuelos también, entre los que destaca mi abuela Adelaida, la única que conocí y a la que quise tanto...

En esa colección maravillosa de los que quiero hay fotografías recientes y otras muchas de antaño, desvaídas, pero cargadas de recuerdos de afecto a compañeros y amigos entrañables. Se detuvo mi vista en una que —si mal no recuerdo— fue tomada en 1936, en la que me veo de nueve años, al lado de la maestra de declamación, junto a niñas y jóvenes con bellos atuendos, serias y solemnes, y se fue mi memoria a aquella mañana de primavera en Monterrey, cuando, en recuerdo de un recital, la maestra María Garza nos llevó a que se tomara esa fotografía. Y vaya si sirvió para guardarlo en la memoria... nunca he olvidado a ninguna, recuerdo todos sus nombres y apellidos con un sentimiento lleno de ternura.

Entre todas se alzó el recuerdo de Irma Salinas Rocha, que debe haber tenido en esa fecha 15 años y a quien yo, desde mi minúscula humanidad, solía ver como una muñeca gigantesca. Aunque la foto es en blanco y negro, recuerdo su vestido de encaje color verde Nilo, su cabello rubio ensortijado y sus grandes ojos que se me antojaban canicas de vidrio. ¡Cómo reía muchos años después cuando le platicaba todo esto!

La pasada mañana del día 8, pensé mucho en ella porque uno de sus nietos me dijo hace poco que estaba enferma y hoy que escribo estas líneas me enteré de que esa mañana en la que tanto la recordé murió... ¡Adiós, amiga! Adiós, admirada, respetada y querida amiga. Hoy he recordado mucho de lo que hablamos y compartimos. Recordé el día en que me dijiste que te sentiste emocionada por lo que escribí cuando murió el ingeniero Clouthier y me pediste que escribiera también cuando murieras. Te dije que sí, pero que si yo me iba primero, tu escribirías en mi memoria... “¡Sale!” —dijiste— y sellamos la promesa con un abrazo.

Partiste antes que yo por ese sendero que no tiene retorno, pero dejaste huellas que no se borran. Dejas el recuerdo de tu belleza interior que superaba la que por fuera los años respetaron. Contagiabas tu alegría de vivir; repartías el don de tu sencillez y prodigabas solidaridad a manos llenas. Como todo ser humano bello y generoso, despertaste envidias, incomprensiones y recelos.

Hubo quienes no entendieron que tenías el espíritu libre de ataduras y convencionalismos.. ¡Dichosa tú que fuiste así! Pobres mediocres los que no pueden serlo. Amaste a tus hijos por sobre todas las cosas y comprendiste mi pena cuando me arrebataron al mío. Aunque no nos viéramos seguido, tu amistad se mantenía firme, sabías muy bien que el cariño no muere en la lejanía como no pocos piensan.

Fuiste de las primeras en llegar a verme cuando murió mi esposo y aun en ese triste momento compartimos la alegría de vernos juntas, porque ambas sabemos que la muerte para algunos es el olvido, pero que para nosotras es el recuerdo de las alegrías que sepamos sembrar y de la prodigalidad de nuestras buenas acciones. Allí, ella me dijo que mi esposo, ella lo sabía, era un buen médico y mejor ser humano... No se equivocaba; por eso, aun allí, pudimos sentir alegría.

Hoy, igual que entonces, se ha ido disipando mi tristeza porque estoy segura de que tu bondad llenará tu ausencia de amables recuerdos. Tu memoria permanecerá altiva y enhiesta como el cerro de la Silla o la cordillera de la Sierra Madre que tanto amaste... y quiero que sepan tú y los que te aman que estas mal pergeñadas palabras brotan del raudal de recuerdos amables de nuestra amistad y no lo hago por la promesa.


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