Aquella mañana de mayo, ella, Paulina Ramón se despertó temprano. Le extrañó que Juan Rojas, su marido, siguiera dormido. Decidió dejarlo acostado en la cama, en realidad cartones sobrepuestos, pues, pensó, él estaba cansado. Además, en los últimos días no se había sentido bien.
La anciana salió de su casa, si así se le podía llamar a ese breve espacio de muros y techos de plástico en la calle Balderas, muy cerca de avenida Juárez. Como lo acostumbraba, barrió la banqueta, recogió la basura y la puso en un bote. Cuando retornó al lado de su esposo, se percató de que no se había movido. Le habló primero en voz baja, luego más fuerte. Lo agitó. Imposible. Él ya se había marchado.
“Pues sí, se me murió mi viejo. Yo no sé si de enfermedad, o de eso, de viejo que estaba como yo, o que de plano se cansó o se aburrió y prefirió largarse al cielo”, dice.
Paulina Ramón se ha quedado sola. Fueron muchos años los que vivió con Juan Rojas. Él había nacido en 1913, ella no sabe cuándo. Nunca tuvo papeles. Un amor que cobró vida en 1939 en Santa Rosa, municipio de El Oro, en el estado de México.
Era una muchacha bonita. Morena y de ojos verdes, menuda. Tenía muchos pretendientes. Él era minero. Todos los días se metía a las entrañas de la tierra, más de 200 metros.
“Además de prieto, y de que llevaba la cara renegrida, aquel, ya de por sí estaba feo. Pero supo tratarme bonito, supo engañarme, así me conquistó”, recuerda al tiempo que ofrece una mandarina de las que intenta vender.
El Oro. La cosecha era buena. Haba, frijol, maíz. Pero algo pasó, dejó de llover. Y dejaron de producir. En 1950, Paulina y Juan se vinieron a la ciudad de México. No conocían a nadie. Alquilaron un cuartito por el rumbo de San Lázaro y pusieron un puesto de frutas.
Nacieron los hijos. Crecieron. Uno se casó y se llevó a vivir a su esposa con sus padres. Se apropió del terreno que ellos habían comprado, los corrió.
“Pero yo lo sigo diciendo, nunca le guardamos rencor. Lo perdoné. Es un cabrón pero es mi hijo. Y le pido a Dios que sus hijos no le hagan lo mismo”, dice.
Una larga historia. Ella y él consiguieron en renta otro pequeño cuarto en una casa que a los pocos meses se derrumbó de lo vieja que estaba. Y llegaron a la plaza de la Solidaridad. Ahí instalaron otro puesto. Y una noche se quedaron a dormir entre los plásticos y cartones. Y siguió otra, y otra. Ahí permanecieron. Ese era su hogar. Eran vecinos de una de las obras magnas de Diego Rivera: Sueño de una tarde dominical en la Alameda. Y tenían a sus amigos, la gente que todos los días va a jugar ajedrez.
Y por ahí pasaba la mujer que por las noches alquilaba su cuerpo. En una Navidad les regaló un pollo rostizado.
Ella, él, su historia. Y ahí continuaron. Juntos. Ahí pasaron más noches. Ahí compartieron sus recuerdos de esas tierras que alguna vez fueron pródigas. Hasta que una mañana de mayo ella despertó pero él ya no.
“Poco después me corrieron. Y ya no hubo quien me defendiera. Ahora ya estoy por Neza. Ahí me prestaron un pedacito de aire y de piso, y yo le puse mis plásticos” dice Paulina.
Y la noche de este lunes será la primera en mucho tiempo en la que no esté con él. No sabe si tendrá cena. No le importa. “Sí, extraño a mi viejo. Me va a hacer mucha falta. Quien quita y una mañana me quede dormida para siempre. Y entonces sí, para el año que entra hacemos la Navidad juntos en un cuartito allá en el cielo”.